Cuento de Cruz Omar Pomillo » EL CAÑO»

Este cuento lo escribí hace un tiempo largo, ya, pero su impronta sigue siendo, cada día, más actual. Creo que para algunos asuntos, los escritores podemos aportar, desde la incierta frontera que divide la realidad de la fantasía, una cuota de cordura que acote la locura de vivir.

*Por Cruz Omar Pomillo

-Buen día- dije con suma cautela.

-Buenos días, señor- me respondió con una sonrisa en los labios y en los ojos la muchacha recepcionista de la compañía de Aguas Corrientes, con una cortesía inesperada.

La eligieron bien, fue lo único en que atiné a pensar. O es una seguidora de la Madre Teresa o tiene de verdad esa aptitud innata de recibir bien a la gente al revés de otras que se presentan con una ensayada sonrisa de plástico.

Porque Ella, está ahí, para recibir los insultos de todos los iracundos clientes que se han quedado sin agua. Algo no encajaba bien.

Yo, solícito ante esa suerte de ser bienvenido, le conté en detalle la ruptura del caño de agua que pasa frente a mi casa. Justo, justo, a la entrada de la puerta cancel.

Me tomó todos los datos y me despidió con otra sonrisa que me hizo sentir querido y cuidado.

Cuando volví a mi casa, tropecé con Simón, mi vecino de enfrente y después de narrarle lo bien que me atendieron le dije.

– ¿Viste? Vos que siempre andás retando y gritando a todas las personas que trabajan en una oficina pública. ¿Viste? Con un buen trato, igual se consiguen las cosas.

-Pero vos sos un negrito más ingenuo que Caperucita- me respondió con una sonrisa de perdonavida. –Te van a hacer ir veinte veces. Si en este país nadie quiere trabajar. Y ésos, menos que nadie.

No le contesté nada. Y menos mal. Fui cinco veces más a hacer el reclamo. Ya en la última, siempre con el trato salpicado de sonrisas, le expliqué que la pérdida que había comenzado con un hilito de agua, ahora ostentaba con orgullo bien ganado el título de arroyito y qué, si así seguían las cosas, no iba a parar hasta llegar a tener el grado de arroyo. Le conté también que la otra tarde, un abuelo le hizo un barquito de papel a su nieto y ahí andaban los dos jugando a los piratas en la cuneta del asfalto frente a mi casa, la mar de divertidos. Entre mis risas y las de Ella me dijo que, aunque no estaba entre las prioridades de la empresa era un placer conocer que también Aguas Corrientes les brindaba tal alegría a sus usuarios.

Me fui sabiendo que, a esa oficina, no debía volver por el bien de mi salud mental.

Yo soy un hombre grande, de esa clase que ahora llaman ´´ adultos mayores ´´ Y sé, que por pocas cosas en la vida debo hacerme problemas. Por aquello de ´´ El mundo fue y será una porquería ya lo sé…´´ Así que trato de no montar en cólera por los problemas que la vida me presenta. Tampoco quiero rendirme ante la sonrisa sardónica de Simón, que cada vez que lo encuentro me pregunta con malicia: ´´ ¿Y?, ¿cómo andás del caño´¨?  Pero no es un mal tipo, pues hablando en serio ha llegado a proponerme ´´ Mirá Negrito, esto, si vos querés, lo arreglamos entre los dos. Yo sé dónde está la llave de paso, es a un par de cuadras para arriba, en el baldío que tiene esa morera enorme; justo al lado. Cerramos la llave, cortamos el caño, lo acoplamos con un niple y ¡Chau! Asunto arreglado¨

Medité por varios días la propuesta que sacaría la lagunita de mi vereda hasta que me decidí por la negativa. Algún camino distingo iba a intentar, pues venía rumiando otras ideas.

Todo el asunto lo hablé con Sergio. Lo conozco desde hace años. Es periodista. Tiene programas en la radio. Él, no alcanzó a reírse, pero premonitoriamente me miró con compasión. Me contó que de esas pérdidas de agua hay a montones en los barrios y que por falta de suministros y personal van arreglando lo que y como pueden. Que todos los que trabajan ahí son buenos muchachos pero que ellos no pueden arreglar el mundo. Yo pensé: ¿Qué tendrá que ver arreglar el mundo con arreglar un caño? ¿Será que mi ignorancia no me deja ver que, arreglando un caño, tal vez, se va a ir arreglando el mundo?

A todo esto, la estación de lluvias hizo que por muchos días las calles se llenaran de agua, disimulando mi queja.

Lamentablemente, con el correr de las semanas, al irse las lluvias, dejó sano y lozano a mi pequeño arroyo privado.

Tuve entonces una idea que creí salvadora. Me llegué hasta el cuartel de los bomberos para hacerles conocer mi problema, agrandándolo, mintiendo descaradamente, que una señora mayor se había resbalado a causa del agua en la vereda y que era su deber, así lo expresé, guardar por el bien de todos. Y que ellos o través de ellos, ejerciendo su influencia, debían poner coto a la emergencia.

Me despidieron bien, como a un viejito un poco loco, pero manso.

Mi último recurso civilizado fue peregrinar por media docena de oficinas y reparticiones de la municipalidad.

En todas me atendieron muy bien, así como te atienden cuando saben que no te pueden dar ninguna satisfacción ni remedio y asentados sobre la soberana idea de que, sobre ellos, no cae ninguna culpa.

Las miradas de Simón pasaron del sarcasmo al enojo para luego recalar en la lástima y, por fin, terminar en la comprensión.

Volvió a insistir en ´´lo arreglamos nosotros´´ y en mi fue prendiendo la idea.

Un mañana, bien temprano, desenterramos el caño que estaba apenas unos centímetros por debajo del nivel de la vereda, nos cercioramos bien cuál era la pérdida y entonces planeamos comprar un niple y esa misma noche, después que dieran las doce, cerrar la llave de paso que está a dos cuadras, cortar el caño y ensartar en ambos extremos el niple.

-Vas a ver- me dijo Simón –en diez minutos lo arreglamos todo.

Cuando llegó la hora de la siesta, de nervioso que estaba, no pude pegar un ojo. Y eso que yo puedo dormir poco de noche, pero a la siesta nunca me falta ni la modorra ni el sueño.

Por la excitación apenas si probé un bocado en todo el día. Me salvó un arroz con leche que había preparado unos días antes. A media tarde me tomé un tazón mezclado con dulce de leche y ese fue mi único momento de paz y satisfacción del día.

Esa noche, a la hora señalada, nos encontramos como dos delincuentes armados con linternas y hablando en susurros para que no nos escucharon los vecinos.

Hicimos nuestra tarea como si supiéramos de verdad lo que teníamos que hacer y no como realmente fueron las cosas. Dos viejos guiados por la intuición y asentados en la precariedad de sus conocimientos y medios, buscando dar un remedio al problema. Tuvimos suerte. En menos de media hora terminamos todo. Al caño no lo tapamos para verificar, durante el día, que no perdiera.

Una sola duda nos dejó la tarea. El niple entró en el caño un poco flojo. Simón dijo que para hacer un trabajo bien hecho tendríamos que haber conectado un caño un poco más chico y no un niple. Que eso se logra calentándolo y, la verdad, no sé qué otras cosas que yo, con mi nerviosismo no entendí y que, por otra parte, no estaba a nuestro alcance.

Cuando terminamos le dije a Simón.

-Mirá, vos sabés que anoche dormí muy poquito y ya va a ser como veinticuatro horas que no concilio el sueño. Así que ahora me voy a tomar una de esas pastillas ´´amansa caballos´´ para recuperarme de todo el sueño que perdí.

Al otro día, cerca de las once de la mañana, ni bien me desperté me di un baño largo para despejarme y con el jarro de café con leche en la mano salí a la vereda para ver el caño.

Todavía quedaba gente en la calle comentando. Simón se desprendió de un grupito y se acercó a mi lado con una sonrisa sobradora de viejo taimado.

– ¡La que te perdiste!

– ¿Qué pasó?

– ¡El caño! ¡Se soltó! Quedó medio enganchado al lapacho de tu vereda apuntando al medio de la calle. ¡El chorro llegaba casi hasta mi casa! Tuvieron que cortar el tránsito. Vino la policía, los bomberos, una cuadrilla de la municipalidad hasta que hace un rato llegaron de Aguas Corrientes y lo arreglaron.

– ¿En serio?

– ¡Qué! ¿Te parece que te estoy jodiendo?

-Bueno, bueno, no te enojés Simón.  Contame todo, pero tranquilo. Como si fuera un cuento.

 

     *Cruz Omar Pomilio, Escritor

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