Desde el 15 de abril de 1989, Beijing –antes Pekín–, la capital y corazón del Celeste Imperio, es un volcán.
Y el cráter en erupción es la Plaza de Tiananmén (o Puerta de la Paz Celestial: en ese punto, nombre de sangriento contraste), una de las más grandes del mundo: 440 mil metros cuadrados rodeados de puentes, ríos de aguas doradas, lotos, silencio monacal.
Un mundo feliz… a punto de explotar.
Marchan hacia su centro desde intelectuales que acusan de corrupción al Partido Comunista, hasta trabajadores citadinos a quienes las reformas económicas –la China capitalista con sayo rojo– han arrojado a la inflación y el desempleo.
Pero Deng Xiaoping, líder de la República Popular China desde 1978 casi hasta su muerte, en 1997, llamado “el pequeño timonel”, por su habilidad política y su pequeña estatura (1,52), se opone al trasfondo de la protesta: una China democrática…
Los días y noches sucesivos, hasta el 4 de junio, son como un globo que sobrepasa su capacidad de contener aire, y explota.
En este caso, el detonante es la muerte (estaba muy enfermo) de Hu Yaobang, ex secretario general del Comité Central del Partido Comunista, expulsado del gobierno por Deng Xiaoping en febrero de 1987 como respuesta a las protestas estudiantiles de ese año. Para sus seguidores, un duelo difícil de sobrellevar…
El llamado a la huelga en las universidades no se hace esperar. Sus líderes lanzan una consigna: «Somos patriotas chinos, herederos del Movimiento del Cuatro de Mayo por la Ciencia y la Democracia«. Demasiado para una dictadura de hierro…
En realidad, la Plaza de Tiananmén había albergado un episodio justo e ilustre: en 1976, las protestas lograron la expulsión de la corrupta “Banda de los Cuatro”, con Madame Mao a la cabeza.
Pero Deng Xiaoping no está dispuesto a avanzar más allá de las medidas de libertad de mercado y desregulación estatal. Lo demás, la reforma del Estado, la batalla contra la corrupción política, los juicios justos de los prisioneros por cometer delitos, la libertad de prensa y la democracia plena…, son una utopía desvanecida entre sedas y nubes de opio…
Cientos de estudiantes empiezan una huelga de hambre. El eco llega a Ürümki, Sahghái, Chongquing, Hong Kong, Taiwán, y a las comunidades chinas de los Estados Unidos y Europa.
Ola enorme. El 4 de mayo, más de cien mil estudiantes y obreros marchan hacia Beijing y piden diálogo con el poder. Respuesta previsible: ¡no!
Nueve días más tarde, grandes grupos de estudiantes copan la Plaza de Tiananmén, y a lo largo de una semana se someten a la huelga de hambre.
Polvorín: muchos cantan La Internacional (apoyo al comunismo chino), otros embadurnan de tinta retratos de Mao, y hay casos de muerte por hambre: inmolación…
Es urgente acabar con eso. Pero, ¿cómo?
Mientras los líderes políticos vacilan entre disolver la revuelta a media máquina…, o a todo vapor, un grupo de ancianos del Partido Comunista, temiendo que el desorden fuera una réplica del caos de la Revolución Cultural, ordena represión total con mano dura. Mejor una matanza que un desorden…
Súbitamente, tropas y tanques de las divisiones 27 y 28 del Ejército Popular avanzan hasta tomar el control de la plaza y la ciudad.
Por megáfonos, el gobierno ordena a todos los civiles que se queden en sus casas… ¡mirando televisión! Como niños… Pero no todos acatan esa opción denigrante.
Miles de ciudadanos, en cambio, levantan barricadas en las carreteras para entorpecer el veloz avance de los tanques.
En la noche del 4 de junio, por decisión de los líderes de la protesta, la plaza queda vacía…, pero los combates siguen en las calles que la rodean.
No hay tregua, y mucho menos piedad. El ejército dispara sus armas automáticas a mansalva.
Baño de sangre. Retirada.
Después, vergonzoso barajar de víctimas, como en un juego de dados. Según las fuentes, un caleidoscopio de muertos y heridos con más números que los de un casino…, y siempre a la baja.
Hasta que en uno de los telegramas del embajador británico en China y testigo de la matanza, Alan Donald, se lee: «Un alto responsable del gobierno chino reconoció que en esos diecinueve días, del 15 de abril al 4 de junio… ¡murieron al menos 10 mil personas!»
Cifra que coincide con documentos ya desclasificados de la Casa Blanca: «Muertos: 10.454. Heridos: más de 40.000«.
La misma fuente del embajador británico revela que “los responsables directos de la masacre fueron los soldados de la división 27, iletrados en un 60 por ciento, y primitivos. Durante diez días no se les informó nada, y después les comunicaron que iban a actuar en… ¡un ejercicio televisado! Recibieron luz verde en la noche del 3 de junio, y el operativo constó de cuatro fases. En total, 27 vehículos acorazados abrieron fuego contra la multitud antes de arrollarla, y sin previo aviso. Los estudiantes tenían orden de abandonar la plaza, pero los atacaron apenas cinco minutos después de recibirla… Los aplastaron una y otra vez hasta hacer con ellos un pastel de carne. Los restos fueron recogidos por excavadoras, incinerados y tirados los desagües. A mil sobrevivientes les dijeron que podían escapar…, y cuando lo intentaron, los acribillaron con ametralladoras. En la masacre hubo más de treinta francotiradores que disparaban balas explosivas, prohibidas por el Derecho Internacional. Pero no sólo hubo muertos y heridos. Muchos sobrevivientes fueron arrojados a campos de trabajos… para reeducación política”.
Pero en el centro mismo de la masacre hay un episodio inolvidable. Eterno. El paradigma de la rebelión: uno contra todos.
El 5 de junio, mientras una columna de tanques avanza hacia el objetivo lista para matar, un hombre –un lobo solitario– sin nada más que una pequeña bolsa en su mano izquierda, se para en la mitad del camino, desafiante.
Los tanques frenan su marcha. Los gritos de los soldados no lo amedrentan. Sigue así durante medida hora, con dignidad, con grandeza, hasta que lo expulsan. ¿Quién es? Nunca se supo.
La revista Time lo elige como “una de las personas más influyentes del siglo XX”.
El diario británico Sunday Express arriesga que se trata de Wang Weilin, un estudiante de 19 años: identificación dudosa.
Bruce Herschensohn, asistente del ex presidente Richard Nixon y miembro del equipo de Ronald Reagan, dice que el personaje fue fusilado catorce días después del episodio.
Jan Wong, periodista canadiense de raíces chinas, escribe: «Sigue vivo y se oculta en un área rural del país«.
William Bell, escritor canadiense, jura que se llamaba Wang Aimin, y fue fusilado el 9 de junio…
Es decir, un fantasma.
Un enigma. Una foto.
Un misterio que hace más etéreo al héroe.
Acaso recordado mucho después, cuando los brutales ecos del crimen se desvanezcan en la bruma.
Fuente Infobae