Hace unas semanas me conecté por videollamada a una reunión científica de la Asociación Argentina de Medicina del Sueño. Se trataba de una puesta al día sobre los temas que se desarrollaron en el Congreso de la Asociación Americana de Sueño, a cargo del profesor Arturo Garay, quien había concurrido al evento. Entre los muchos temas interesantes que abordó, mencionó que había visto un trabajo presentado, en el que se abordaba la calidad de sueño de las personas que dormían solas, comparada con las que dormían acompañadas. Hice una captura de pantalla para no perder la referencia.
Al día siguiente busqué la fuente primaria y encontré el trabajo. Estaba hecho en la Universidad de Arizona, y contaba con el registro de 1007 pacientes. Los participantes habían sido englobados en dos grupos: los que dormían acompañados casi siempre, y los que dormían acompañados rara vez o nunca. A todos se les realizaron varios test sobre calidad de sueño, salud mental y calidad de vida. El artículo concluía en que las personas que dormían acompañadas de una pareja, tenían menos índice de depresión, menos ansiedad, puntuaciones de estrés más bajas y mayor contención social en la vida cotidiana.
Aquí conviene recordar una de las aclaraciones básicas en ciencia: concomitancia no es causalidad. Es decir, una asociación entre dos factores no quiere decir que uno está provocado por el otro, sino sólo, que se encuentran asociados, de alguna manera. Muchas veces se desconoce la cantidad de eslabones que hay en la cadena de causalidades entre un factor y el otro. No es que dormir acompañados causa mejor calidad de sueño, sino que está asociado a mejor calidad de sueño. Y eso parece ser claro. El factor compañía para dormir fue vinculado, por un lado, a indicadores de mayor calidad de sueño. Mejor sueño, siempre es bueno. Por otro lado, quienes dormían acompañados tenían mejores indicadores de salud mental, con menos depresión, menos ansiedad y mayores índices de bienestar. La interpretación de esta asociación es que quienes duermen acompañados, tienen menor sensación de soledad.
Actualmente los organismos de prevención de enfermedades han incorporado a la soledad como un factor de riesgo al que hay que prestarle mucha atención. Un informe de la Academia Nacional de Ciencias, Ingeniería y Medicina, presentado por el CDC del gobierno de EEUU, que resume cientos de investigaciones científicas, señala a la soledad, tanto como al aislamiento social objetivo, como problemas de salud pública graves, que incrementan el riesgo de muerte prematura por cualquier causa. La soledad es un factor de riesgo para enfermedad cerebro y cardio vascular, equiparable al tabaquismo, la obesidad y el sedentarismo sumados. El aislamiento social aumenta en un 50% el riesgo de demencia. En pacientes con afección cardíaca, la soledad produce un riesgo 4 veces mayor de muerte. Aumenta las tasas de depresión, de ansiedad y de suicidio. También se ha observado un defecto en la activación del sistema inmunológico tornándolo menos efectivo, con un aumento del riesgo de infecciones.
Una explicación posible de este fenómeno sería que los seres humanos evolucionamos para vivir en grupos. Esto permite que descansemos los unos sobre los otros de manera recíproca. Estar en aislamiento por un tiempo largo, supone un estado de hiperalerta permanente que podría aumentar la actividad de nuestro sistema simpático, con mayor secreción de las hormonas del estrés y mayor impacto en el sistema cardiovascular. Esto implica un estado de más inflamación y menor efectividad de nuestro sistema inmunológico. La vida en compañía permite tener algunas cargas emocionales más repartidas.
La sensación de soledad es independiente de la cantidad de contactos sociales objetivos, y está más bien relacionada a la calidad de esos contactos. Específicamente, al grado de intimidad que conlleven. Deriva de una carencia afectiva. Uno puede sentirse solo en medio de un mar de gente. Para evitar la soledad es necesario un número de conexiones empáticas con la gente alrededor, y con cierta frecuencia. La ciencia ha estimado que tanto la sensación de soledad subjetiva, como el aislamiento social objetivo, suponen un riesgo considerable para la salud humana. A tal punto, que muchas sociedades científicas están emitiendo recomendaciones para que los agentes de salud detecten soledad en sus pacientes y que puedan activar mecanismos para aliviarla, como se pueda.
La mayoría de nosotros tiene una tendencia natural a proporcionar acompañamiento a aquel de nuestro entorno social que atraviesa algún padecimiento, ya sea físico como emocional. Esto surge de una conciencia natural sobre el valor que tiene el contacto humano. Y también, desde ya, agradecemos al que se acerca cuando nosotros estamos vulnerables. Esto es independiente del intercambio de cuidados técnicos que podamos dar o recibir. Esta noción intuitiva que a todos nos consta, desde hace algunos años tiene respaldo en observaciones científicas. Con esto podemos tener en cuenta el fenómeno, visibilizarlo y asistirlo.
Los estudios señalan que todos podemos sentirnos en soledad, llegado el caso. Pero hay algunas poblaciones que están más vulnerables que otras. Las estadísticas sugieren que es más probable que se sientan solas las personas mayores, la comunidad LGBTIQ+ y las que han emigrado de su lugar de origen.
Hace un tiempito fuimos con mi esposa al cumpleaños de Matías. Mati es papá de un amigo de la escuela de nuestro hijo más chiquito. Mati, su esposa Flor y sus dos hijos, se vinieron al interior desde Buenos Aires hace poco tiempo. Para el cumpleaños alquiló un lugar hermoso en las sierras, llamado El Escondido, con cursos de agua, arboledas y mucho césped. Ofreció empanadas y sanguchitos de carne. Invitó como 50 o 60 personas, algunas de las cuales conocíamos y otras no. Era un armado social novedoso para nosotros. Lo pasamos muy lindo. Cuando llegó la hora se soplar la velita, nos concentramos en el quincho y cantamos el feliz cumpleaños.
Matías agradeció que hubiésemos ido y explicó que la idea de hacer ese cumpleaños, que a muchos nos había sorprendido, estaba relacionada a que ellos habían decidido echar raíces en este nuevo lugar, y la forma de hacerlo era hacer nuevos amigos. Se emocionó cuando dijo que el desarraigo se hacía duro. Mati y Flor, con plena conciencia de la importancia de una construcción social, estaban edificando activamente una nueva red de pertenencia, como quien pone ladrillos en fila para hacerse una casa. La movida de Mati y Flor vale como ilustración de cómo disponerse activamente a cultivar vínculos sociales, parece ser el medio más propicio para el éxito de cualquier proyecto humano. Mudarse a un lugar nuevo, no solo requiere una casa nueva, también necesita una constelación social nueva.
Estarnos los unos para los otros, atendernos o simplemente acompañarnos, es siempre una acción de tipo ganar-ganar. La regulación emocional y los sistemas de premiación cerebrales, beneficiarán a las dos partes, borroneando los límites de toda transacción. Podríamos decir que esa es la gran aptitud humana por naturaleza, a tal punto que, si no la ejercemos, nuestra salud se ve deteriorada. Porque es soledad no ser cuidados, tanto como no poder cuidar a otros. Es soledad no estar habilitados a ejercer nuestra humanidad plenamente.
Cultivar y cuidar la granja social cercana, es una vocación humana vital, como alimentarnos, expresarnos y construir cultura a nuestro alrededor. Tener esa conciencia encendida, puede aliviar algunos padecimientos, propios y ajenos, justo allí donde esos límites pierden sentido. Descansar los unos sobre los otros, aliviarnos nuestras soledades, es hacer ejercicio de humanidad.
Fuente Infobae